Ya he hablado en otras ocasiones sobre cómo se trata la muerte en nuestra sociedad, sobre el pacto de silencio que existe en torno a ella. Hoy añado que normalmente cuando se habla de la muerte, se habla de la parte romántica (“murió en mis brazos” o “murió rodeado de toda la familia”…). Pocas veces se habla de la parte, voy a decir obscena de la muerte (la cruda degeneración física, el dolor y la angustia).
Tratamos la muerte y sus síntomas como algo contagioso que mantenemos aparte, separada de la vida. La mayoría de las muertes en España, entonces, ocurren en centros hospitalarios o residenciales de diversa índole. Sobre todo las de ancianos. Os invito a reflexionar sobre cómo se muere en un hospital.
Hay un aparato al que llaman “cama” que en nada se parece al mueble del mismo nombre que hay en las casas. Normalmente nunca está horizontal y por la parte de detrás de la cabeza del enfermo está lleno de tubos, enchufes, interruptores, luces y un montón de cosas raras y desconocidas más. El resto de muebles, si los hay, no son como los de un hogar. Sofás y butacas son de sky, no de tela cálida, por ejemplo. La luz es amarillenta y el personal sanitario siempre va vestido de blanco.
En conjunto es un ambiente irreal, muy lejos de la naturalidad de la vida fuera del hospital.
¿Qué podemos hacer nosotros?
Pues de entrada, trabajarnos nuestra propia muerte. Podríamos hacerlo tomando conciencia de la fragilidad de la vida, trabajando el desapego y llegando a un estado de serenidad interior.
A continuación dar apoyo emocional a la persona en el final de su vida. Voy a compartir unas reflexiones personales sobre qué hacer para lograrlo.
- Recordarle la dignidad de la persona. A veces con tanto tubo colgando, tanto tratamiento y tanta degeneración física es necesario recordarle a la persona que la dignidad se mantiene intacta hasta el último soplo de vida. Nada ni nadie nos la puede arrebatar.
- Tocarle. A menudo olvidamos que hay más formas de comunicarse aparte del lenguaje. El tacto es importantísimo. Tomar la mano, acariciar la cara, es una manera muy poderosa de acompañar. Eso sí, siempre con respeto y sin avasallar. Si tocamos al enfermo y no hay reacción, suavemente debemos retirarnos.
- Escucharle. Hemos de recordar que en esta vida morimos todos. Muere el santo pero también muere el violador de niños. Debemos acercarnos de manera neutra al enfermo y escucharle sin juzgarle ni apremiarle lo que desee decir.
- Dejarle expresar emociones. A veces el enfermo no puede llorar o enfadarse por ser políticamente incorrecto el hacerlo. Es sano y le ayuda a prepararse emocionalmente dejarle ese espacio y darle esa posibilidad si así lo desea.
- Permitir pequeños duelos por pequeñas pérdidas. Si hasta hace poco el enfermo podía caminar por sí mismo y ahora necesita un andador, permitir un pequeño duelo (“qué duro”, “lo siento mucho”)
- Dar tiempo y ayuda para desengancharse de la vida. Si la persona en etapa final de su vida ya no desea que le lean el periódico o no quiere seguir los partidos de fútbol, pues no forzarle. Y comprender que se está desapegando. Ya no le interesan los temas mundanos.
- Ser natural. Demasiados hacen teatro alrededor de la persona enferma.
Y por encima de todo, los cinco asuntos pendientes para morir en paz. Son: pedir perdón, perdonar, dar las gracias, decir te quiero y decir adiós. Son importantísimos para el que se va y para el que se queda. Y son fuente de paz y serenidad.
Si no se tiene costumbre de expresar emociones, pues estaría bien buscar una alternativa. Por ejemplo, sentarse al lado tomarle de la mano y transmitírselos con el pensamiento y el corazón. Siempre puede hacerse algo.
Pienso, que se consiga lo que se consiga, aunque sea un cinco por ciento de lo que querríamos el efecto positivo, tanto para el que se queda como para el que se va, ya es enorme.