En general podemos llegar a comprender con mayor o menor facilidad la existencia de una enfermedad en cualquier órgano de nuestro cuerpo y como precisamente ello nos ayuda a entender algo mejor el proceso de morir. No obstante, cuando enferma el cerebro y una enfermedad mental es vivida y padecida ya sea de forma crónica, como de un trastorno transitorio, nos cuesta mucho más comprender lo que vive la persona y la lucha que mantiene consigo mismo para seguir viviendo.
Por este motivo hablamos de una muerte que se aleja inexorablemente de la comprensión de los demás y que deja a las familias en una situación de vulnerabilidad extrema, con profundos sentimientos de culpa y además, socialmente cuestionados por lo ocurrido. Cuando el padecimiento de una persona es de tal magnitud que unicamente ve en la muerte una forma de descanso no estamos hablando de una muerte voluntaria o caprichosa, si no de una muerte impuesta por la situación vivida. En general no entendemos que alguien pueda llegar a tener necesidad de morir y por ello acabamos juzgando algo desconocido, ya que no es ni vivido, ni sentido. Muchas personas que viven en esta situación, a lo largo de su vida hacen auténticos esfuerzos para salir repetidamente del laberinto del sin sentido en el que se encuentran. Pero en ocasiones su vida es tant difícil de ser vivida, que su capacidad de supervivéncia queda seriamente comprometida aunque desde fuera pueda parecer que tienen una vida idílica.
Nora tiene 18 años y ha querido compartir esta carta tan especial para explicar lo que vivieron y estan viviendo junto a su madre y su hermano de 14 años, después de la muerte impuesta de su papa hace poco más de un mes. También nos explica lo que les ayuda y les perjudica en estos momentos tan difíciles de ser vividos.
“Salgo a la calle una mañana más y oigo los comentarios de la gente como de costumbre. De vez en cuando alguien decide apresurarse a mí y, con una mueca de un supuesto inmenso dolor, decide otorgarme su más sincero pésame, para luego añadir: “¿Por qué lo hizo tu padre, si él lo tenía todo?” Y jamás me atrevo a responderles: “Sí, lo tenía todo: todo revuelto en su inmensa mente y no sabía salir del agujero en el que se encontraba inmerso, y esa es la salida que su humilde visión de la vida le ofreció”. Sin embargo, con ojos tristes y con una forzada sonrisa les doy las gracias y continúo mi camino. “Ellos no lo entenderían” pienso mientras paseo absorta, adentrada en mis más oscuros pensamientos y en mis más tristes recuerdos. Nadie parece entenderlo, ¿verdad? Todos pensamos en locura, en las enfermedades mentales, tan repudiadas y rechazadas por nuestra sociedad actual hoy en día. Es entendible que estas cosas estén al alcance de pocos si no se ha pasado por tal experiencia, pero hay que abrir la mente y dejar de lado ese dogmatismo hacia este tema y concienciarse de la gravedad del suicidio y de las enfermedades que llevan a realizarlo.
Bien es cierto que mi padre lo tenía todo: una familia estupenda, un trabajo que cubría nuestras necesidades económicas y el calor de unos amigos estupendos. Nada parecía ir mal en su perfecta vida, excepto su mente. Y ahí nadie podía entrar, nadie podía hurgar en la herida más profunda y desconocida del hombre, que es una enfermedad mental; nadie excepto él, y todas aquellas personas que sufren y padecen este calvario. Parece algo común, pero no es así. Ese sufrimiento, ese deterioro de mi padre día a día, atentando contra su salud en varias ocasiones, relegando su vida al aislamiento más profundo y absoluto. Depresión mayor era su enfermedad, tan válida y grave como cualquier cáncer o dolencia cardíaca. Y esa depresión, ese cáncer mental, pareció ser su perdición. Su rutina ya no era la misma de antaño. Su trabajo no parecía importarle y ya no hablaba ni se relacionaba con nadie. Su mirada hacía tiempo que se había perdido en un inmenso horizonte desconocido y desconcertante, oscuro y aterrador.
Su mente divagaba entre pensamientos que le entristecían y le desesperaban y su forma de ser pasó a ser la sombra de lo que un día fue mi padre, el esposo de mi madre, el hijo, el hermano, el amigo y un millar de calificativos más que podría añadir en una larga lista de adjetivos que describían a un hombre jovial, dulce, humilde y divertido que había entregado su vida a los demás en cuerpo y alma. Pero su depresión pudo más y poco a poco lo iba matando. Este sufrimiento lo padecíamos todos; sus breves comentarios sobre su poca ilusión de vivir y sus ganas de despegar de este mundo para no volver jamás resonaban en mis oídos y se clavaban en mi alma como puñales ardientes que me hacían estremecer cada día, cada minuto, cada segundo. Ya no era la persona que conocíamos y nadie pudo remediar que su mente le jugase esa mala pasada. Especialistas, medicamentos, terapias, charlas familiares. ¿De qué servía? Nadie podía ayudarle. A nadie le comentábamos nada porque nos daba cierto reparo la opinión de la gente y sus comentarios que, de alguna forma, siempre serían ofensivos en menor o mayor grado. Y al final, un seis de mayo, sin saber aún del todo como funcionaba la vida y su propia mentalidad, sin hallar explicación en este mundo horroroso y maravilloso a la vez, sin una esperanza o un aliciente al que agarrarse, sin nada a lo que aferrarse, decidió saltar a la vía del tren y, sin más dilación, se dejó arrollar.
¿Es una muerte voluntaria? Es evidente que no después del relato de mi experiencia. Como bien me dijo un día una persona, es tan solo una muerte impuesta: impuesta por una enfermedad que te atrapa y te arrastra a tu propio mundo, a tus propios pensamientos.
Una dolencia que te hace padecer y sufrir una lenta agonía insufrible y desgarradora, que te aparta de todo lo que un día amaste y te hizo feliz. Desde aquí me gustaría cambiar el pensamiento de esas personas que, mal informadas e ignorantes de experiencias como la mía o como muchas otras, dicen que el suicidio es una vía de escape voluntaria a una vida que ya no complacía al susodicho. No señores, no se confundan, el suicidio es tan solo el punto y final de una enfermedad que nadie busca ni desea. Soy plenamente consciente de que mi padre no quería ese desenlace, ni ese final para su vida. Tenía 46 años y me había prometido conocer a mis hijos, pero no pudo. Poder es la palabra, no querer en este caso. No pudo librarse de las ataduras de la depresión, no logró emerger del pozo en el que había caído y, desgraciadamente, perdimos a una gran persona ese trágico seis de mayo. Preso de una enfermedad, se marchó. Dejó 46 años de su vida atrás y no creo que lo hiciese porque quisiera, sino porque su mente no le daba otra opción y fue ese seis de mayo la primera vez en mucho tiempo en que mi padre, enfermo terminal, vio la famosa luz en forma de suicidio y, por primera vez también en mucho tiempo, se sintió aliviado y apartado del dolor que padecía hacía muchos días atrás. Por primera vez, mi padre encontró la cura al infierno que la vida le había interpuesto, y por un momento fue feliz dentro de su enfermedad. De verdad creo y pienso firmemente que no es que quisiera morir, fue simplemente un arrebato, una crisis depresiva profunda la que le llevó a morir. Sé perfectamente que si, por un momento, mi padre hubiese tenido un segundo de lucidez, no habría provocado su propia muerte.
Es por eso, personas del mundo que desconocéis o juzgáis a estas personas, que intento que estas palabras lleguen al corazón de la gente en forma de relato de una chica de 18 años que tiene que contar esta experiencia en repetidas ocasiones. Espero que se tome conciencia de las enfermedades mentales y su gravedad, que se reabran las investigaciones a curas de enfermedades como la esquizofrenia, los trastornos de la personalidad o las depresiones entre otras y que se sustituyan los antidepresivos y los calmantes por métodos más eficaces y menos somníferos y antipersona. Es solo mi humilde opinión, que espero que a nadie moleste, y que espero que sea escuchada en nombre de Juan Pedro Ruiz Valdivia, el hombre que nos ha dado una gran lección de vida sobre las personas enfermas mentales y sobre el sufrimiento que padecen día a día atrincheradas en sus habitaciones de hospital preguntándose cuando acabará esa pesadilla de la que son protagonistas”.
Muchas gracias Nora!